Susana, la Dillon
Por Claudio
Asaad
No tuve
miedo la primera vez que te vi, pero estaba desconcertado. Buscaba la cara de
esa voz aguda y doliente que denunciaba y contaba de forma alternada los
espantos de la última dictadura militar. El comedor universitario estaba
repleto de estudiantes y el calor de afuera parecía enfriarse a pesar de todos
esos cuerpos atentos. Te escuchábamos
así: con atención, tensión, horrorizados e incómodos. ¿Dónde estuvimos mientras
ocurría el espanto?. De repente, Susana,
una pausa. Parecía eterna. Con la voz ya ronquita y el tono cuidado que después
aprendí a escuchar, empecé a entender: Nos abrazaste. Dijiste hay que cuidarse.
Esto no terminó, espero que termine algún día, que la libertad más que un
derecho así aclamado, sea una realidad, que podamos todos contar la historia,
que la llevemos por ahí. La digamos, la conversemos entre los compañeros, las
compañeras. Ustedes estudian. No pueden ser ciegos. Recuerdo frases. Trataba de
masticar cada una como un bocado amargo pero necesario, una medicina maldita
para curar una herida colectiva. La herida abierta
Ojalá
podamos, ojalá no volvamos. No repitamos lo peor de nosotros mismos.
En meses
el tiempo se hizo de años y yo acudía a
los lugares donde sabía que estarías.
Leía lo
que escribías como si pudiera detrás de las palabras encontrar algo más. Me
acercaba poquito para escucharte más de cerca, mirarte mirar. El brillo de los
ojos. La sonrisa igual. Sentía una fuerte timidez. No podía aproximarme más. No podía hablarte. Te veía hacer: .fuerza
y firmeza, para ver el desastre de la injusticia,; olías el
desprecio mal oliente. Estabas siempre cerca de los descubrimientos, a punto de
correr el velo de lo oculto. Lo corrías y eras capaz de sostener esa actitud,
de hacer lo inigualable. Decir sin quebrarte,
denunciar, romper con lo certero. Anudaste tu dolor en el pañuelo de las
madres.
Mujer que
diga las cuarenta no era bienvenida en los círculos de la hipocresía y la
abulia.
Un día me
animé y te llamé por teléfono. Me dijiste suelta de cuerpo “ya sé quién sos, venite mañana". Esos encuentros se
repitieron una y otra vez en el departamento de la calle Moreno. Vos me
contabas más historias que las que escuché en mi vida. Tomábamos te y
hablábamos de tus proyectos. Te escuchaba. Quería escucharte en esa cocina,
sentados a esa mesa cubierta de hojas mecanografiadas, tu letra de maestra tan
dibujada y a veces esbelta. Compartíamos amistades. Esperaba ansioso que
regresarás de algún viaje para que tu relato llenara de perfumes e imágenes mi
mente cansada. Te dejaba mis poemas y vos te preocupabas. ¿Estás sufriendo? y
me dabas naranjas dulces para que comiera ahí, delante de vos. “Son dulces,
bien ricas”.
El amor a la Pepi se repetía por toda la casa, en tu voz
preocupada o feliz.
El
desamparo te inquietaba y entonces salías a ver qué pasa. A hablar donde
hiciera falta, con quien sea, a la hora necesaria.
La última
vez que nos vimos hablamos de tu último libro. De otros más que venían detrás, pero ya pidiendo voz en la
escritura.
No tuve
miedo con tu muerte. Tuve dolor, aun esta acá. Es persistente el desgraciado.
Pero
también están tus ojos, una foto tuya que mira amando. Sonreís a punto de la
risa.
No sé
adónde va lo que vivimos con los otros. Pero siento lo que queda. Lo sentimos.
Olvidarte?
No, nuca más.
Elías
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