LA SIRIO
Por Claudio Asaad
Esta es mi casa, le dije a un señor con traje
y sombrero que una mañana de domingo, silenciosa y soleada me pregunto qué
hacía ahí sentado en el umbral de la puerta de
servicio de la Sirio Libanesa. Mi casa, reafirmé es acá en “La
Sociedad”. En la Sociedad Sirio Libanesa de Socorros
Mutuos de Río Cuarto se hizo mi
infancia, en esa casa al fondo de un pasillo infinito que daba a aquella precaria construcción, lugar escondido, un poco por demás oscuro de
techo de chapa, el bañito allá afuera. Mi papá se
llamaba Constantino, zapatero libanés pequeño de cuerpo y fuerte concentraba
sus ojos color tiempo a recortar la suela con el cuchillito chiquito. Clavos en
la boca que iba eligiendo para golpearlos en la cabeza con precisión sobre las
suelas brillantes y olorosas que compraba en casa Ostellino. Y yo temía que se aplastara
un dedo. Papá se daba cuenta de mi temblor y mis suspiros “No tengas miedo Elio,
el martillo sabe qué hacer con cada clavo” En su mundo había muchos tacos,
chinelas de mujer, y sandalias de todo tipo, tinturas que manchaban el piso y
su delantal, pedazos de suela de neolite, pilas de diarios viejos que servían para envolver los zapatos que a veces
llevábamos con mi hermana Mercedes a la casa de los vecinos más cercanos. . “La
propina es para los dos” me advertía ella con esos ojos negros, que yo admiraba casi como a los de mi mamá.
Mi madre se
llamaba Yamile, tenía una voz entre aguda y dulce que enredaba los sonidos del
idioma español con los sonidos más apagados e íntimos del árabe. A la siesta
cantaba canciones en árabe, algunos boleros en español que se quedaron en su oído cuando en 1949
llegó acá. El Líbano era una colonia
francesa en aquella época. Ella tenía 18 años, el 48. Una bebé pequeña y
preciosa como una flor. Todos éramos pequeños de tamaño y nos dábamos la mano
cuando salíamos por ahí. Más aún si había que cruzar la calle Irigoyen hacia la
placita de la Municipalidad Nos unía
estar solos. El desarraigo de mis padres. La melancolía por la patria lejana y
perdida. Podríamos haber sido cuatro hijos. Pero mi hermano Jorge se salió de
este mundo siendo niño. Su sangre
enfermó y mis padres, como pasa en muchos de estos casos jamás, pudieron entender porque, le preguntaban
algunas noches en árabe a un Dios que nunca les respondió. Pero mi papá que era
insistente y son dejaba de sentir tristeza iba todos los domingos de su vida, con su
sobretodo negro y su sombrero al cementerio a visitar la tumba de Jorgito y a
preguntarle al Dios de los Patriarcas porque. Cuando regresaba corríamos con mi
hermana Mercedes a hurgarle los bolsillos, en cada uno había un puñado de
caramelos sugus que nos compraba en los mandarines. El traía una mueca que
transformaba en abrazo.
Mi madre tenía
muchas estampitas de San Jorge en la mesa de luz, en el almanaque de la cocina,
en un cuadrito de marco celeste. Ella le rezaba, yo miraba con desconfianza. No
a él sino al Dragón que pretendía matar desde su caballo. La intención de
hundirle la lanza, queda ahí a mitad de camino en la pintura.
La infancia es
una etapa de besos y porrazos. Aunque el dolor es un gesto que muchos años
después se registra como una herida. Es un como un eco, un sonido que viene
desde antiguo y reverbera desde la memoria al punto actual de esa
tristeza anudada sin explicación.
En ese espacio
donde mis padres se encontraban con otros “paisanos”, vivieron la angustia,
además de la pobreza y la necesidad de saber, de poder imaginar un futuro allá,
tan lejos y tan incendiado.
Cuando se desata
la guerra en el Líbano en los años setenta. Escuchaba a mi madre llorar en los
rincones, o junto a mi padre callado y
lagrimeando. Los dos sentados con la Radio de Madera grande, la onda corta, por
oleada, cada tanto traía la voz de un locutor que hablaba desde la patria que
amaban, la que sentían derrumbarse.
No había
teléfono al que llamar y las cartas con
las rayitas azules y rojas llegaban
demoradas, a cuenta gotas después
de cruzar el mar.
El papel liviano
como el aire. Mi madre temblaba y no sabía la hora que Constantino abriera con
cuidado el sobre sobre el vapor de agua,
sin romper el papel de avión y leyera esas letras casi
incomprensibles para el resto. Toda la casa, el tiempo, la historia se detenían
en ese cuadro esperanzador.
A veces la abuela
que nunca conocimos, los primos que tampoco, los tíos que quedaron allá mandaban
fotos, una bolsita con Zaathor y
alguna crucecita bendecida en Jerusalén.
Mi madre pasaba
de la alegría una profunda tristeza, muda, silenciosa y oscura que respiraba a
duras penas atrapada en el asma. Se
quedaba en la noche con los ojos bien abiertos mirando el techo de metal. Mi hermana Nely trataba de llenar las faltas,
de multiplicar los panes, de decir que va a estar todo mejor.
Entonces yo
apretaba los ojos y los puños y quería correr por el pasillo llegar hasta
la puerta de la mano de mi hermana Mercedes y jugar en la vereda al veo, veo, mirar la calle, el cielo tan estrellado.
Y olvidar lo que
todavía no podía recordar.
Elías
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