Los pájaros perdidos




 Por Claudio Asaad

“Amo a los pájaros perdidos
que vuelan desde el más allá
a confundirse con un cielo
que nunca más podré recuperar”
Mario Trejo

Por alguna razón no puedo olvidar la letra de este tango, tampoco es eso, no puedo dejar de recordar  la música, el fraseo, la interpretación entre desesperada y amarga de Rosanna Falasca, aquella  mujer de voz implacable y esplendorosa en la época de la TV en blanco y negro, sin sonido 5.1, sin imagen  HD. La poesía de Mario Trejo y la música de Astor Piazzola secuestran la poesía y  la hacen levitar sobre la línea del tiempo, la bañan de una nostalgia distinta, una nostalgia capaz de dar batalla a la pérdida en un intento de completar un espejismo nunca inútil. La metáfora de los pájaros y el cielo escapándose, sumándose a la ausencia/presencia/ausencia de la vida  va sembrando en cada verso posibles palabras para recuperar lo que queda, lo que se puede decir, siempre después, siempre tarde, siempre a lo lejos.
Lo mío no sé si es amor a los pájaros, pero si es pasión a lo que son: el vuelo, la forma, la manera de habitar la tierra y de repente las alturas, el cielo más allá. La copa de los árboles, la confusión de los arbustos, la vereda de las plazas, los charcos de agua espejados y la incomodidad arenosa de las playas. Otear los precipicios, la hondura de las montañas, la inmensidad del mar.
Parece que sin brazos es mejor. El color del plumaje en las alas, el despliegue de maniobras y piruetas. El canto irreverente  y necesario en cada amanecer.
“Los pájaros se van para volver”, dijo papá cuando yo todavía lidiaba con la pronunciación de la palabra, es ¿pájaro o bájaro? La escuela no es mi casa, por eso mamá  usa la “b” en lugar de la “p” y creo que a las golondrinas, las calandrias, los benteveos, los corbatitas y los canarios les debe gustar más. Porqué ella siempre los nombra en el patio. Espiamos por la ventanita diminuta de la cocina a los gorriones y los horneros, tan terrosos e inquietos comer de las migas de pan que mamá sacudió del mantel. Teníamos dos corbatitas encerrados en una jaula cuadrada, un canario “rojo” en una jaula mal pintada de blanco. Violín, tenía un trinar aguerrido y  continuo.  
Por las tardes   estuve  atento a la luz, ya de tardecita las golondrinas llegaban de a miles, danzaban por el escenario del cielo apurando la noche, eran como pinceladas, manchas de negro azulado que se lanzaban luego sobre la ciudad y se paraban en  las antenas de televisión. Los vecinos salían al patio a mover el riel de la antena para espantarlas. Yo quiero tener muchas, mamá, ¿para qué? Para estar con ellas. Ellas no, dijo mamá, ellas sólo quieren ser lo que son. Mi amigo Marcelo dijo que usemos un trampero, para cazar pájaros y encerrarlos y tenerlos para nosotros todos los días. Pasé noches sin dormir. Le tengo miedo al castigo de Dios. Al del niñito Dios, más. La última navidad armamos el árbol en el salón de la Sirio. Mamá dijo que el niñito Dios no se deja ver, que hay que dejarle un vaso de agua y una aspirina al lado del árbol, él la toma, y de repente.. Se hace invisible, va deja los regalos y se va invisible como quedó. Corro por el pasillo voy hasta la puerta del frente, la abro  y ahí lo vi: era como un gorrión grande que se fue volando adentro de la noche.
Al otro día le robé a mamá una aspirina,  casi la trituro en mi boca; pero tuve miedo. Debe doler eso de las alas, y me da un poco de miedo volar, llegar a lo alto, estar en un cielo tan enorme, ver a la escuela, la Sirio y a mamá tan chiquitos allá arriba.
Como Jonathan Franzen, yo también llegué tarde a las aves, salí a buscarlas con un binocular que me regalaron los amigos; los quise mirar, pero se me perdían.  Se escapa el  tiempo y los pájaros  al enfocar,  al hacer el gesto para  ubicar, en esta  visión distinta,   las ramas y los ríos en espacios tan cerrados. A lo mejor sólo tengo que escuchar, esos cantos, esa música: “soy solo un pájaro perdido /que vuelve desde el más allá /a confundirse con un cielo /que nunca más podré recuperar.”


Elías

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