Cenizas
Por Claudio
Asaad
Arcano sueño
antepasado de mi sonrisa
el mundo está demacrado
y hay candado pero no llaves
y hay pavor pero no lágrimas.
(Del poema “Cenizas” de Alejandra Pizarnik)
A veces la vida
es demasiado instante, un hilo especiado, un perfume para anticipar el apetito
de una exquisitez que nunca llega hasta la boca. No toca en la lengua la marea del placer, ni juega con el
olvido a no olvidar. El tiempo lo cubre todo, o lo destapa. Casi que no importa
lo que vivimos sino hemos sido capaces de una intensidad que arme el juego de
la memoria. Si pudiéramos saber para
donde se dirigen las aguas burbujeantes de esa esponja. Por más cuidados y
precauciones tomadas en nombre de un pudoroso equilibrio, las lágrimas liman el
camino de la angustia la hacen estallar para que lo soportable sea futuro
aunque las pupilas no atinen a ver después del goteo interno sobre el vidrio
armador del mundo.
Pero lo que nos
sucede no es visible, aunque puede decirse deambula sin procesión entre la
niebla y el tanteo, encontrar una salida es entrar ¿A qué lugar?
Nunca pensé en
las cenizas hasta que se presentaron como
testimonio: antes fueron alguien. Ver eso
cambió sin aviso y con pena esa parte
propia en donde la muerte era espesura inasible, un sonido seco e interminable
en el borde de todas las posibilidades, una idea débil. Inconsistencia para
cualquier palabra pretensiosa con ganas
de poder decirla.
Supe que no
siempre se va al río los días de sol, o a envolver al invierno desde la tibieza
del auto los domingos húmedos de julio.
También es un
lugar que eligen las personas para perderse para siempre. Para que lo que quedó
de sus cuerpos conocidos, abrazados, acariciados o no, se deje arrastrar arena
blanca y negra, con la del río. Pero no
se confunden el mineral del río y el de
las cenizas su densidad es distinta. Las
cenizas tienen la huella del fuego, pretenden en su liviandad la pomposidad del
humo. Se liberan con el viento, se desprenden por fin de la propia muerte.
Dice Borges en
su poema Ceniza “Un malestar que ya se
fue”.
Es sábado,
también, debajo del puente “Juan Filloy.” No sé porque la escena se acomoda a
la situación que estamos por vivir. El viento es fuerte, muy fuerte. Las nubes
cubren con premura cualquier rayo de luz. Abunda el gris y el agua que podría
aportar su espejismo brillante es apenas un disimulo leve de la aridez del
asunto.
La urna se
parece o es un cofre. La ceremonia es breve, cotidiana, notablemente humana.
Tenemos frío y más congoja. La urna se resiste hasta que se puede abrir. Hay
dos bolsas. Ella y El están reducidos a
su expresión más mínima y casi absurda. No cabemos en nuestro dolor pero
aceptamos las reglas decorosas del pudor. Quiero gritar, pero mejor dejo que
pase porque todo pasa, lo bueno lo malo, lo feo, la lindura de una rosa que no
es una rosa. Pero esto es tan real que abruma.
Las cenizas
vuelan. No decimos nada cada uno tiene un puñado en sus manos, un poquito de las huellas de los cuerpos que abrazaron
mi orfandad para que pudiera ahora verlos ir.
Soltar es
moderno y sano. Que importa. No todo es una decisión. No estoy molesto estoy sin
poder nada.
Intento mirar
desde un poquito más lejos ese cuadro donde mis amados lloran abrazados, más
allá, un poco más allá la veo, cada vez más adentro del río, arqueada, aunque
decidida con su bastón, encargándose de lo que nadie pudo, que las cenizas
corran con el agua, a fuerza de arrastrar el bastón como un rastrillo, para que
no se queden ahí, para puedan seguir río arriba, viajar lejos
perderse, mezclarse con algas, aguas más claras, rumbos profundos, rocas sin
mar de fondo.
Carmen me rodea
con su brazo y quiero decirle Gracias y no puedo.
A veces la vida
es demasiado vértigo y no toda intensidad es decorosa con nuestras emociones
heridas.
Las cenizas son mudas, amorfas y posteriores a
la muerte. Lo fueron en Pompeya en las Sierras cordobesas, en Siria y en
Vietnam. La muerte es blanca cuando el fuego destila su poder.
Subimos al auto, desde la radio canta Luz Casal
“sólo cenizas hallarás de todo lo
que fue mi amor”
Elías
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